[ El Reportero / 13 de diciembre de 1986 ]

La exposición y visita a Puerto Rico del maestro Rufino Tamayo ha sido uno de los eventos más significativos de la VII Bienal Su imponente presencia física a los 82 años de edad, su elocuencia, la defensa del trabajo constante como base indispensable de su genialidad, la oportunidad de ver su obra en conjunto constituye un gran privilegio para todos nosotros. Además, su visita provocó que la Universidad de Puerto Rico mandara a restaurar el Prometeo, considerado por el propio artista como una de sus mejores obras. En el Convento de los Dominicos el público tiene la oportunidad de poder apreciar una imponente retrospectiva de la obra gráfica de este gran maestro de México y del mundo entero.

En las notas del catálogo, una magnífica publicación a gran formato, la crítica de arte, Raquel Tibol, hace un recuento de la relación constante y fructífera de Tamayo con la gráfica. Comienza realizando xilografías en la década del 20, que abandona para trabajar, en los años 40, la litografía y técnicas mixtas basadas en el aguafuerte. En México trabaja al presente en la técnica de la mixografía, con la cual ha creado extraordinarias imágenes de texturas muy ricas, como se puede apreciar en la exposición. Tibol también hace hincapié en las raíces mexicanas de la obra de Tamayo, y alude a la problemática relación de éste con Diego Rivera. La agria contienda entre formalistas y comprometidos en México es uno de los factores que lleva a Tamayo a exilarse de su país. Ya cercano a su muerte Rivera invita a Tamayo a su casa, en un intento de reconciliación. Los acercamientos de estos dos gigantes del arte contemporáneo son profundamente antagónicos, pero cada cual pudo plasmar una visión contundente de México, del mundo.

Rivera hablaba de la obra de Tamayo como formalista, un término para él despectivo. Esa búsqueda formal es evidente en las gráficas que se exhiben en el Convento de los Dominicos. Las imágenes de Tamayo son deceptivamente simples, busca reducir la figura a un esquema, elimina el detalle superfluo, se concentra en lo esencial. Emplea imágenes frontales, casi siempre en el plano del papel, prescindiendo del ilusionismo de la perspectiva. Sus figuras son rígidas, hieráticas, imponentes. La esquematización les da el carácter de símbolos, las convierte en iconos: Tamayo ha estudiado bien el arte pre-colombino de México y sus imágenes poseen toda la fuerza dramática de esos «ídolos» que los conquistadores destruyeron. Pero el espíritu de los dioses antiguos persiste en la obra de Tamayo: de sus bodegones emana la misma reverencia por los frutos de la tierra que está presente en la Calabaza en piedra azteca. La majestuosidad de sus figuras, su monumental presencia, es la continuación en un lenguaje contemporáneo, de la elemental dignidad y fuerza del arte indígena de México.

La obra de Tamayo nos revierte a lo básico, en el sentido más amplio y positivo del término. Perro o El grito son imágenes tan claras: una forma puntiaguda sale de la boca abierta, pero haberlas hecho y ¡tan bien! Esa búsqueda formalista para reducir la imagen dramática a lo esencial, ese es el camino recorrido por Rufino Tamayo. Y en las mixografías de sus últimos años logra a la vez una riqueza textural y color asombroso. Pero es siempre una riqueza controlada, las texturas no existen por sí solas, como valor formal autónomo. La mano del maestro está ahí, las mantiene en jaque: lo formal es un medio para la fuerza de la imagen. Hay mucho que ver en esta exposición de Tamayo, una mirada superficial solamente revela la reiteración de sus temas básicos: la mujer, los cabezas, los bodegones, el paisaje. El arte austero y hermoso de Tamayo no revela su esplendor al que le mira de paso. Todo el color de México, toda la terribilita de sus dioses están ahí, Rufino Tamayo hace evidente su magia, su potencia, misteriosamente insufla nueva vida a las raíces que lo nutren.