[ El Reportero / 11 de octubre de 1986  ]

Campeche o los diablejos de la melancolía es el título de un extenso ensayo publicado recientemente por Edgardo Rodríguez Juliá en torno a la obra de nuestro genial pintor José Campeche (1751-1809). Rodríguez Juliá discute en gran detalle catorce retratos de Campeche, unas pocas imágenes religiosas y sus dos ex-votos de carácter histórico, El salvamento de Ramón Power y El sitio de San Juan por los ingleses en 1797. Concluye la obra con una corta disertación sobre el Autorretrato de Campeche copiado por Ramón Atiles del original, ahora desaparecido. El libro es tanto un homenaje a la capacidad de Campeche para proyectar hasta el presente los sujetos de sus retratos como un intento de Rodríguez Juliá de encontrar en estas extraordinarias pinturas rasgos definitorios de nuestra personalidad de pueblo.

Rodríguez Juliá correctamente enfatiza que los retratos de Campeche, son sus Imágenes más logradas, en conjunto van revelando el perfil de una época fascinante de nuestra historia. Tendríamos un concepto infinitamente más pobre de esos tiempos a no ser por los retratos de Campeche. Rodríguez Juliá se ha dado a la tarea de interpretar las imágenes del pintor, a dotarlas de una dimensión humana, a explicar el contexto social de estos personajes. Se ha valido del cuidadoso estudio de Campeche del Dr. Arturo Dávila y de la biografía del pintor de Alejandro Tapia y Rivera, Pero las interpretaciones son muy suyas; en ellas descansa la aportación de este volumen, sus grandes aciertos y sus patentes fallas.

Las interpretaciones de Rodríguez Juliá, desde el punto de vista de un historiador, resultan atrevidas, insólitas, en ocasiones claramente anacrónicas. Pero Rodríguez Juliá es un escritor, un literato, no un historiador, y esto le da licencia para hacer literatura con las pinturas de Campeche. (Ahorita con los anacronismos). Y hace algunas interpretaciones que son sencillamente geniales; ningún historiador se atrevería a decir las cosas que dice Rodríguez Juliá. La caracterización de los cuatro obispos, por ejemplo, resulta extraordinaria. En los textos que sobre Campeche se van a publicar próximamente estoy segura no aparecerán interpretaciones tan explícitas (y fantasiosas) como las de Rodríguez Juliá. Los historiadores se cuidan mucho de hacer literatura con sus sujetos, la disciplina implica un freno a veces mortal a la imaginación. Y la imaginación es precisamente el recurso fundamental del escritor Rodríguez Juliá la ha empleado con plena libertad en este escrito sobre Campeche.

Como en el ensayo de Marta Traba sobre Campeche, Rodríguez Juliá reprocha al pintor criollo no haber hecho otra obra que no fuera por encargo, no haber pintado más la realidad del pueblo. Sería fabuloso si Campeche hubiera hecho más obra con esos temas, pero tanto Traba como Rodríguez Juliá cometen un serio error de anacronismo. Se olvidan de la época en que vivió el pintor; se olvidan de que entonces no había un mercado libre (y menos en Puerto Rico) de obras de arte en el cual un artista pudiera ofrecer a la venta el producto de su imaginación y su pincel. Claro que Campeche sólo pintaba por encargo, como lo hacían virtualmente todos los talleres de su época. Reprocharle a un pintor del siglo XVIII el no proceder como uno del siglo XX es un error imperdonable, sobre todo para Traba que era una historiadora de arte y conocía las convenciones de la época. Rodríguez Juliá repite ese error, reprocha a Campeche «haber excluido de su pintura un contorno popular más amplio». ¿Para quién hubiese pintado Campeche ese contorno popular? Sería solo para nosotros, el Puerto Rico de su época no tenía cabida para escenas de género. En el siglo nuestro los artistas pintan por expresarse, pero no era así hace dos siglos.

Aparte de estos juicios a destiempo, para mí que la gran falla del libro es la pésima calidad de las ilustraciones. Las propias obras del Instituto de Cultura, coedictor del volumen, se reproducen de fotos viejas, infames. Recientemente Max Toro hizo unas extraordinarias fotografías de esta obra, con motivo de la muestra de Campeche organizada por el Instituto. En este periódico se han reproducido esas mismas obras de manera más adecuada que en el libro de Rodríguez Juliá. Esto es una falla común que lamentablemente la gente de otras disciplinas cuando incursionan en las artes visuales.

Campeche  o los diablejos de la melancolía no es un libro fácil de leer; a veces resulta tedioso y repetitivo. Emplea la palabra «emblemático» tan a menudo que esta pierde su fuerza. Pero luego de leerlo resulta imposible ver esos cuadros sin sentir el peso de las interpretaciones de Rodríguez Juliá. Para los que escribirán sobre Campeche de aquí en adelante este libro es fundamental, ineludiblemente se tratará de confirmar o refutar a Edgardo Rodríguez Juliá. Sus atrevimientos están ahí como provocaciones, algunos dirán que habrá que rectificar esos juicios: imposible permanecer indiferente ante el Campeche del escritor. Rodríguez Juliá ha lanzado un reto, su libro sin duda servirá de estímulo al estudio serio de Campeche. Y eso de por sí es una gran aportación.