Al organizar esta exposición de Ana Delia Rivera, la Liga de Estudiantes de Arte nos permite un vistazo privilegiado a una producción artística tan rica como enigmática. Es difícil precisar de dónde proviene el encanto y la magia de las obras de Rivera. Estamos ante una expresión aparentemente sencilla, pero de una intensidad profundamente conmovedora.
Rivera se acerca a la creación de esculturas por medio de una clase de pintura en la Liga: Nido I de 1974 es su feliz respuesta al ejercicio del objeto encontrado. De golpe adviene al proceso que continúa trabajando a través de los años: la transformación del objeto encontrado, ahora imbuido de significación, por obra y gracia de la imaginación de la artista. Con esta pieza inicia también el empleo de partes desechadas de la maquinaria de café que fabrica su familia desde principios de siglo.
El empleo de estas antiguas, ahora inservibles, piezas de máquinas de café resulta contundente, explosivo. Nos remite a los procesos básicos de nuestra historia: el archipiélago caribeño de café, azúcar y tabaco, la economía del «alter dinner», el pequeño caficultor, las haciendas y sus agregados. La tecnología criolla desechada recuerda aquel mundo que ya no es. Alear estos pedazos de maquinaria conjura su fin de chatarra y les insufla una significación trascendente. Rivera los convierte en símbolo de unos procesos inexorables, tal vez despiadados, que han transformado nuestra realidad. Siempre hay un dejo de nostalgia en la evocación del pasado. Pero aquí un recio control mantiene en jaque a la sensiblería que tantas veces trivializa la nostalgia; las piezas más bien sugieren, dicen menos de lo que realmente hay.
Ana Delia Rivera parte de su contexto inmediato, casi literalmente de la exploración del patio de su casa, donde encuentra la metáfora perfecta de una compleja realidad. El «encontrar» esos objetos puede parecer una ventaja que le deparó la historia o el azar. Con su inveterada modestia Rivera señala que «estaban ahí», pero la realidad siempre ha estado «ahí», a la espera de quien pueda o se atreva a «encontrarla», Lo genial es ese difícil brinco del objeto desechado a la expresión significativa.
La serie de objetos en hierro da paso a la combinación hierro/barro luego de otra clase en la Liga, esta vez de cerámica. El barro comienza siendo el huevo que coloca en el nido, la forma sólida que acentúa la dialéctica del espacio y la masa. Esa relación positivo-negativo entre el barro y el hierro es una de las exploraciones formales más ricas del arte de Ana Delia Rivera. Primero la ensaya en Escultura II de 1977, donde contrasta las suaves curvas del barro con los ángulos del metal. El careo de los dos materiales, las diversas maneras en que yuxtapone el barro con el hierro, aparece en esta muestra como las fugas de Bach: la perfecta contraposición de dos temas, cuyas variaciones no termina de explorar.
Quizás la serie más sorprendente es la de las vasijas, que Rivera prefiere llamar «botellas». (Tal vez una clave de su expresión sea esa manera empecinada y jíbara de aferrarse a lo prosaico cuando está lidiando con lo «sublime», una especie de antídoto natural contra el kitsch y lo cursi.) Las «botellas» combinan el barro con el hierro. Ahora que el hierro se ha corroído más, que ha perdido parte del color, es más dramático. No está mal esa jugada del tiempo, pero ese nuevo dramatismo no ha logrado quitarle la calidad directa y franca que tiene la obra de Rivera.
Resulta difícil explicar la fascinación que ejercen estas formas, con sus leves efectos de sfumato. Los colores son sutiles, pero de alguna manera son, a la vez, muy «francos»; las formas son de bordes redondeados, perfiles irregulares, parecen informes y, a la vez, sofisticadas. Con ellas concurre a Faenza, Italia; el jurado le otorga medalla de oro por Cajabotella. El conjunto de las tres respira una fuerza como la del viento: sentimos el efecto, pero no entendemos a cabalidad cómo se produce. Estas vasijas y «botellas» inexplicablemente nos recuerdan las cosas sencillas, la niñez, la expresión naif. Esa forma informe de Vaso Azul, con su azul pálido y apenas otros toques de óxidos nos remite a las primeras experiencias, a un momento en que todo parecía ser menos arrevesado.
De las botellas pasa a la serie de las placas redondas de hierro y barro, que trabaja de 1980 a 1986. El conjunto nos permite acercarnos a las peripecias de la exploración formal El juego entre las divisiones del hierro y las placas de barro, el careo del metal recio y los colores sutiles del barro, que aquí Rivera convierte en superficie pictórica; esa búsqueda del artista de nuevos efectos y soluciones nunca deja de maravillar. El interés en los efectos de color la lleva a combinar distintos barros, que amasa para las placas; utiliza incrustaciones, experimenta con óxidos y engobes. Los procesos no son muy evidentes, como los magos, Rivera sólo nos muestra los resultados. En ocasiones las composiciones aluden directamente al paisaje, expresado como balance de fuerzas. Son años de creación extraordinaria, cuando también realiza las «cajas». Su tamaño no guarda relación con el impacto: Caja II es una pieza sencillamente monumental.
Las botellas de la década del ’70 evolucionan a las «esculturas». Las dos de la colección de Jaime Suárez ejemplifican lo que Rivera ha dicho de su proceso creativo: encuentra el objeto de hierro y procede a realizar una forma en barro. En este caso, unas bases que sostienen la filigrana de las piezas encontradas, que recuerdan la popa, las velas de barcos. Y siempre la adecuación intuitiva entre el barro y el hierro. Luego invierte la relación y regresa a las placas de pared, ahora de perfil más bien cuadrado. Parte de unas piezas rectangulares de metal, de perfiles dentados para las cuales crea rectángulos de barro, que colocados en la parte superior parecen estar sosteniendo al hierro.
Ya de carácter más ambicioso son las obras en que combina dos o más piezas para formar un conjunto, como Isla, o Paisaje sobre el horizonte. Ahora la obra se acerca al mural, comienza a invadir el espacio de la pared, a incorporarlo para sí. Abandona la forma auto-contenida y perfecta del círculo para empezar a tomar posesión del muro. Pero hay algo de la desconfianza eterna de nuestra gente (aquel «unjú» del poeta) que no deja a Ana Delia Rivera aventurarse muy lejos de la familiar maquinaria de café, del formato íntimo, de la pieza a escala humana.
Hay una esencia irreductiblemente puertorriqueña en esta expresión de Rivera: la astucia con que maneja los materiales, el carácter directo de la expresión, la elegancia innata de sus creaciones, esa fuerza interior que no guarda relación alguna con su tamaño objetivo. Su actitud contumaz, que tantas veces desespera a los amigos, ese arraigo a lo prosaico, la negación de todo artificio, de la auto-valía, que la lleva al extremo de dudar que hace «arte», el desaliento y su contrapartida, el brote creativo, son rasgos atávicos desarrollados en nuestra larga historia colonial. Están ahí en esta obra modesta, recia, por sobre todo íntegra. Ana Delia Rivera ha logrado destilar en estas piezas algo tan familiar, pero a la vez tan misteriosamente inefable que necesariamente tiene que formar parte de una radical sensibilidad colectiva.