La creatividad polifacética de Carlos Collazo, evidente en la presente exhibición, fue motivo de elogio por parte de sus compañeros artistas y fuente de perplejidad para algunos críticos, entre los que se encuentra esta servidora. Los artistas respondieron positivamente a lo obvio: la libertad, destreza y creatividad que estos cambios ejemplificaban. Para los críticos, el imperativo libertario de hacer cosas nuevas está reñido con la práctica de encasillar a un artista en un estilo y verlo debatirse dentro de los límites del lenguaje escogido. El tiempo le ha dado la razón a los artistas, y nos toca a los críticos aprender a ver esta obra magnífica de Carlos Collazo con otros ojos. Apreciarla como paradigma de una voluntad creadora que no se dejó someter en categorías cómodas. La obra temprana de Carlos Collazo ejemplifica el carácter eminentemente innovador y espontáneo del arte contemporáneo. Su obra tardía nos adentra en otra dimensión más significativa: la necesidad de trascendencia, el ámbito del arte monumental.

En sus primeras obras Carlos Collazo se debate entre los rigores de la geometría y la libertad del trazo. Las formas geométricas del Sin titulo en la colección Hambleton se anteponen a un paisaje de colinas; las angostas líneas de pintura que cuelgan del gran círculo central navegan la ruta entre la línea paralela y el azar de la pintura chorreada. El tratamiento del espacio es también ambiguo: las líneas de círculos se proyectan de la tela de manera equívoca, la franja rectangular impide leer el gran círculo como un sol. El paisaje de colinas por momentos se quiere perder en la distancia, el ilusionismo queda roto por la coloración, por la geometría de las formas sobreimpuestas al paisaje. En esta obra temprana encontramos atisbos de los acercamientos formales con que el artista seguirá lidiando: la abstracción y la figuración, el espacio plano y el ilusionismo pictórico.

Burke, Burke, Burke plantea las antinomias de la geometría y la libertad del color de un modo más directo. La retícula blanca descansa sobre un fondo trabajado en aguadas de trazo evidente. El patrón geométrico es respetado y violado por los cuadrados de color en la parte superior, uno de los cuales incluye un pequeño autorretrato. La máscara fantástica, que emerge del centro de la composición, parece proyectarse por encima de todo. Pero dos formas filosas en la parte inferior de la máscara son similares a otras en los bordes derecho y superior, que fueron parcialmente tapadas por la retícula. El espacio pictórico se enriquece con el juego de planos que se transparentan en una sorda pugna para la primacía visual.

Sin titulo, de la colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña, introduce elementos que Collazo retoma en su obra posterior: incorpora el muro a la composición, ahora enriquecida por el collage y la adición de objetos cotidianos. Los alambres en el hueco en la tela sugieren barras como de una prisión y los otros rectángulos de hilos de metal ya anuncian el tremendismo de su obra tardía.

Las obras de carácter abstracto dan paso a la exploración de peces e insectos, a dibujos de motivos arquitectónicos. Ese camino culmina en la serie de interiores, que exhibe en su primera muestra individual en 1981. Realizadas en acrílico y pincel de aire, en estas austeras composiciones se aprecia la línea meticulosa y el ojo para el detalle arquitectónico. Recrea los espacios de la arquitectura vernácula y de las casas estilo “art-deco” de décadas pasadas. Combina efectivamente las líneas rectas de la arquitectura con ropa tirada o colgada en clavos, televisores y altares caseros, que evocan una lenta rutina cotidiana. La ausencia de la figura humana y los colores fríos y austeros le imparten un aire solemne a esta simbolización de la realidad.

La escala de las obras es modesta, como lo es el universo que revelan. Collazo emplea marcos comerciales, lo que acrecienta el carácter cursi de muchas imágenes. En esta primera muestra logra plasmar un pasado inmediato pero todavía vigente, donde el televisor y los altares alimentan la vida anímica. Lo lúcido de las imágenes termina por monumentalizar lo cotidiano.

La exposición incluye Ropa suelta, de la colección Baquero, que apunta hacia la representación de interiores más suntuosos de su próxima serie, En casa de Juan Carlos y Neki. En 1982, En casa de Juan Carlos y Neki le merece primer premio del certamen del Ateneo. Collazo se acerca a la estética del fotorrealismo, pero la coloración fría y la ausencia del trazo le imparten un carácter irreal a las imágenes. Estos interiores elegantes y deshabitados nos adentran al mundo de otra clase social: el objeto bien diseñado sustituye al altar casero como asidero de la vida interior.

La maestría de los medios que emplea, la realización impecable, la belleza de estas obras le merecen varios premios entre 1982 y 1983: el Ateneo, el Concurso Gulf, UNESCO, se suceden unos a otros. A partir de 1983 le ocupa la confección de suntuosos bodegones, en los que incluye piezas de cerámica de sus compañeros artistas Susana Espinosa, Toni Hambleton, Bernardo Hogan, Ana Delia Rivera y Jaime Suárez. La exhibición de estas obras en la Galería Palomas en 1983 es tanto un éxito de la crítica como del mercado. Para su realización Collazo emplea el óleo, que le permite una cálida brillantez, de carácter muy diferente a los tonos fríos que lograba con el acrílico y el pincel de aire. De escala mediana a grande, realizados con el cuidado y meticulosidad que caracterizan al artista, resulta difícil no dejarse seducir por la belleza de estos óleos. La intención alegórica de las dos series de interiores da paso, en los bodegones, a la representación de la belleza de las formas, a una visión aleatoria de una realidad presidida por la armonía estética.

En su próxima exhibición individual, Bodegón escenografía del crimen (1985) Collazo presenta ante un público cada vez más entusiasta, una extraordinaria serie de acuarelas. En ellas regresa a la exploración de las relaciones de planos pictóricos de su primera obra. Emplea imágenes de la historia del arte, objetos cotidianos y fotografías en el “mise-en-scene”, que no carece de elementos teatrales.

El collage y el “cropping” fotográfico aparecen como metodologías compositivas fundamentales. Es evidente que Carlos Collazo conoce las corrientes del arte internacional y las adapta a su expresión personal. La figuración directa de la realidad ha dado paso a la composición más densa y compleja que ahora lleva al lienzo en obras como Sin título de la colección Jiménez y Fernández Inc., premio de adquisición del Salón de Arte Yaucono en 1985.

La buena recepción de su obra le facilita los medios para viajar al exterior. Los ensamblajes que exhibe en 1986 recogen elementos de esos viajes en elegantes composiciones como Viaje a Grecia. Fotografías y estampas, recreaciones de elementos arquitectónicos, objetos encontrados, copias de copias, los ensamblajes aluden a la ambivalencia al combinar elementos de diversos niveles de “ilusión” y “realidad”. Collazo organiza los elementos con la nitidez y el sentido de diseño que es inconfundiblemente suyo.

Hasta ese momento la obra de Carlos Collazo se caracterizó por la mesura, el balance, el buen gusto, el interés por simbolizar la realidad, la adaptación de formas y estilos del arte internacional a la representación de la realidad puertorriqueña. Su obra sobria y elegante, realizada con esmero y maestría de diversos medios y técnicas, se inserta dentro de la tradición plástica de Puerto Rico, que concede gran valor a la calidad de la factura. De cara a la muerte de un amigo, afligido por el SIDA, el arte de Carlos Collazo toma un giro completamente diferente. La obra frenética y apasionada que realiza a partir de ese momento lo convierte en un artista de primer orden. En entrevista que le hiciera en 1988, el propio artista expresa las bases del cambio en su producción:

“Antes pintaba hacia afuera y ahora es hacia adentro.. Los autorretratos están relacionados con el impacto de la muerte de un amigo, que me confronta con la necesidad de regresar a lo esencial”. 

La experimentación con nuevos medios le ocupa hasta el final de sus días. A partir de 1986 trabaja en cerámica, encáustica, cemento, goma espuma, acrílico, óleo; produce constantemente pinturas, cerámica, ensamblajes, objetos tridimensionales. Exhibe la primera serie de esta obra feroz y monumental en 1986. En Macho y hembra, de la colección Museo de Arte Contemporáneo, emplea imágenes que recuerdan penes y genitales femeninos, realizadas en trazos rústicos, que le imparten inmediatez a la composición. En la serie predomina el negro y aparecen formas que recuerdan tallos rotos, imagen visual que recurre en su obra, como metáfora de la vida truncada.

En cerámica realiza figuras tridimensionales en cuyos orificios coloca ramas quebradas. Las imágenes amenazantes recuerdan a las representaciones tradicionales de San Sebastián. Una de estas piezas le merece premio en la lera Bienal de Cerámica Casa Candina, en 1988. Las formas que evocan ramas rotas, penes y genitales femeninos aparecen en las losetas de cerámica, como elementos constantes de diseño. Los genitales y la metáfora de la vida trµncada se convierten en parte de un vocabulario visual que expresa la trágica paradoja del sexo, símbolo de la potencia y de la renovación de la vida, advenido a mensajero de la muerte.

En 1988 realiza dos exposiciones totalmente diferentes en La Liga Estudiantes de Arte y la Galería Botello de Plaza las Américas. En la Liga muestra abstractos de gran formato en los que restringe el esquema de color a dos o tres tonos, uno de ellos siempre el negro. Las ramas rotas aparecen en estas obras, representadas en trazos rústicos o adheridas al lienzo. Retoma la abstracción de un modo singular: cada pintura evoca el cuerpo humano desmembrado en falos, extremidades, torsos. Es asombroso como Collazo logra una expresión dramática y poderosa, sin recurrir a los malabares gestuales del expresionismo. El contraste entre la factura impecable y la fuerza evocadora de estas imágenes es sencillamente magistral.

La muestra en la Galería Botello presenta ante el público, por primera vez, la serie de sus asombrosos autorretratos. La confrontación de Collazo con su propia imagen, marca, sin duda, un hito en este género. La muestra, titulada Pequeño formato, incluye pinturas al óleo realizadas a menor escala. Collazo emplea marcos comerciales y cursis, como había hecho con la serie de interiores en 1981. El marco, aquí también, forma parte de la intención del artista. Pero ahora Collazo rara vez se conforma con la cursilería de estos marcos: los transforma y convierte en aspecto esencial de su obra. En Autorretrato la franja roja, cual lengüeta de fuego, continúa en el área del marco. En otras obras de esta muestra le pinta elementos decorativos, de carácter ingenuo, en efectivo contraste con el tremendismo de la imagen. Tradicionalmente el marco funciona como una barrera entre el ilusionismo de la imagen y el mundo del espectador. La pintura de Collazo invade el área del marco en una metáfora del interés por adentrarse y ocupar el “mundo real” del espectador.

Aunque los exhibe primero, los autorretratos al óleo de pequeño formato fueron realizados después de la serie de obras sobre papeL En estas extraordinarias composiciones, Collazo une dos hojas para obtener una superficie de gran formato. La unión se quiebra visualmente y crea una tensión que añade al impacto de las imágenes. En la serie de Autorretratos queda soslayada toda intención de carácter narcisista. Collazo se retrata a sí mismo calvo, feo, desagradable, como se vería tres décadas más tarde. Casi siempre se representa desnudo, y la ausencia de la ropa es también metáfora del regreso a lo esencial. Collazo expresa esta intención cuando dice:

En los Autorretratos X y XI la imagen se proyecta contra un paisaje de costa: en otras obras de esta serie el fondo es abstracto. La coloración se reduce a dos o tres tonos de carácter arbitrario, el de la figura del artista y el tono de fondo. La vegetación o el paisaje son casi siempre en negro. Collazo emplea círculos blancos o manchas de color, que, junto con la coloración irreal, efectivamente destruyen toda intención ilusionista. Con estos recursos, el artista nos fuerza a tomar conciencia de que estamos ante una imagen artística, arbitraria, producto de su voluntad creadora. La mirada del espectador dista mucho del mirar admirativo a que nos invitan sus bodegones y las series anteriores.

La exploración de la autoimagen es de carácter formal, pero dista mucho de ser ejercicio compositivo,
excento de significación. Collazo alude a estos autorretratos como fetiches, es decir como depositarios de un poder y orden sobrenatural. Se despoja de la vanidad, distorsiona sus hermosas facciones y reduce los elementos pictóricos a un plano sobre el que representa su figura de coloración espectral. El resultado final es sencillamente asombroso: igual que en la serie de abstractos exhibidos en 1988, deslumbra la economía de medios con que logra una expresión poderosa y monumental.

En contraste con los autorretratos de Arnaldo Roche, el otro artista puertorriqueño que emplea su propia imagen obsesivamente, en la obra de Collazo el autorretrato no cumple una función auto exploratoria. Collazo no escarba en su psique para presentarnos atisbos de la condición humana. Collazo ensaya algo más difícil: convertir su propia imagen en presencia esencialmente pictórica. Las expresiones varían, y cada obra explora estados de ánimo, pero no como puente a la introspección sino como mecanismo para lograr una efigie avasalladora de la figura humana. Como señalara Enrique García Gutiérrez:

“La serie que Carlos Collazo presenta dicta mucho en su propósito … de un narcisismo personal o profesional en búsqueda de agrandar la imagen real o imaginaria que el artista desea se identifique con su persona. Por el contrario, individual y colectivamente advierten un interés que rebasa el análisis de estados anímicos de índole personal y permiten un proceso de transferencia en el cual el espectador se puede identificar con ellos”.

En sus últimas dos exposiciones, en la Liga de Arte y Casa Candina, encontramos al artista enfrascado otra vez con la abstracción. El círculo, la forma perfecta, es el motivo de las obras en cerámica y madera. Los abstractos recogen los elementos alusivos al sexo y a la muerte de su vocabulario formal. La forma horizontal recuerda ataúdes, y en efecto, presagian su trágica muerte temprana. La conciencia de su destino fatal no sume a Carlos Collazo en exploraciones morbosas. La muerte es el terrible aguijón que le empuja a ejecutar la poderosa serie de los autorretratos, su más preciado legado al arte contemporáneo de Puerto Rico. Estas obras nos confrontan con la presencia icónica del hombre, punto de partida y destino final de nuestra tradición humanista.

El color arbitrario, el espacio pictórico plano, la invasión de la obra en el mundo del espectador, proclaman la filiación de la pintura de Carlos Collazo con el arte de nuestro siglo. El desenvolvimiento de su obra pictórica nos remite al discurso postmodernista de niveles de ilusionismo, de la apropiación, del juego de planos pictóricos, de la imagen como acertijo visual. A partir de la serie de los autorretratos, la pintura de Collazo emplea esos recursos formales a la búsqueda de la trascendencia. El impacto de los autorretratos fuerza a la toma de conciencia del gran poder de la imagen visual. El cambio de enfoque de una práctica estética a una intención de carácter metafísico y trascendente es la ruta seguida por Carlos Collazo: de buen pintor a gran artista.